martes, 23 de junio de 2020

La mosca y la araña (Relato)

Hay que suponer que primero llegó la araña, si es que llegar es algo que puede decirse bajo estas especiales circunstancias, pues fue porque ella habría tejido que hubo aquí y allá. Habrá estado sola un tiempo también difícil de estimar, pues sólo la llegada de la mosca hizo posible el antes y el ahora.

La araña siendo un poco floja, tejió una tela cuyos hilos seguían los recorridos más sutiles del espacio, por lo que no era simétrica ni tenía una forma discernible. Cuando cayó la mosca, la araña no se precipitó a comerla del todo de una vez, sino que la mordió sólo para sustentarse dejándola viva. Suponemos que es porque no querría quedarse sola y porque no estaba garantizado que pronto llegara otro alimento.

La mosca, que nunca sabe bien de qué se trata la cosa, se tambaleó y comenzó a caminar por los hilos de la tela perdiéndose en el tejido, mientras lo comía con vergüenza. Recuperando fuerzas intentó volar y al fracasar, se lo atribuyó al mordisco de la araña.

“Esto es un enredo”, se dijo, mientras estaba enredada por completo entre las hebras de la pegajosa secreción. Se inquietó mucho cuando sintió a la araña aproximarse rápidamente, pensando que era su fin. Pero para su sorpresa quedó libre del enredo y con un temblor que atribuyó al desorden de las ocho patas.

Como la mosca no sabía si la araña se la iba a comer o no, ni cuándo, vivía en una completa zozobra, por lo que se dedicó a merodear por el tejido tratando de reconocer caminos que cambiaban todo el tiempo, que no estaban hechos para ser transitados, sino para atrapar, y que no tenían un horizonte ni señas reconocibles para ser recordados.

Estaba perdida y asustada.

Distinguir su propio temblor del del tejido, para saber si debía esperar el zarpazo de la araña, se convirtió en su principal problema. Hay que decir que el mordisco de la araña a estas alturas era un recuerdo del que no tenía plena certeza. En esos primeros momentos era difícil distinguir una cosa de la otra. Su segundo encuentro con la araña también era un poco nebuloso, estando enredada como estaba en la tela no podía ver bien.

Pero la existencia misma de la araña era menos importante que el hecho de que le temía, y mucho. Por eso tomó la costumbre de mordisquear los hilos hasta que abría un agujero en el tejido lo suficientemente grande como para que cupiera su cuerpo. Pero del agujero exhalaba un vacío helado que se confundía con el de su propio estómago y que la paralizaba antes de decidirse a escabullirse por esa oscuridad.

Un día el tejido se movió sin que su cuerpo hexápodo estuviera temblando, lo cual la aterrorizó. Llenándose de coraje se acercó al sitio de donde venía el movimiento y encontró a otro animal – los nombres de los diferentes animales no eran una opción – enredado en la tela y desorientado. Luego de ayudarle a salir se alejó lo suficiente como para ver qué hacía y en parte esperaba que llegara la araña para ver cómo se alimentaba, pero la araña no apareció y el animal que había estado atrapado caminó hacia el reverso del tejido y desapareció. Por supuesto que la mosca fue a asomarse por el reverso del tejido, pero cuando lo hizo pasó lo mismo de siempre: el paisaje era idéntico y era imposible diferenciar arriba y abajo, adelante y atrás, izquierda y derecha. Y ya no había señas del otro animal.

Esto pasó muchas veces antes de que la mosca decidiera entablar una conversación con alguno de los animales que de vez en cuando quedaban enredados en el tejido. Pero la desorientación de los otros animales frente al enredo tampoco ayudó demasiado, así que desistió después de unas pocas decenas de intentos

Ahora estaba sola y asustada de nuevo, pero el tiempo transcurrido la había hecho menos temblorosa, dándole familiaridad con el desértico panorama de la tela. Aunque coleccionar las diferentes maneras como cada animal se enredaba en el tejido, le daba cierto propósito, no dejaba de fantasear con irse volando, pues se sentía ajena a la tela y en constante peligro. Así como no dejaba de esperar, con una taquicardia que no significaba solamente terror, sorprender a la araña alimentándose de alguno de los animales que caían en el tejido.

Esta taquicardia, este curioso dolor del cuerpo que era más expectación que miedo, se le hacía agua en la boca de imaginarse a la araña alimentándose. Hasta que un día en vez de esperar a que la araña apareciera o hacer su ritual filantrópico – o en este caso conservacionista – de liberar del enredo a los desdichados animales o intentar entablar conversaciones con ellos, se acercó y a falta de dientes, puesto que era una mosca, y las moscas no tienen aparato bucal masticador, sino chupador, y harta de alimentarse exclusivamente de las hebras del tejido, rompió con una de sus patas el exoesqueleto del animal y se alimentó de él.

La culpa la sacudió casi tanto como el éxtasis. Pensó que esa debía ser la única vez, que no podía repetir un comportamiento tan ruin. Pero había descubierto un hambre que hasta ahora apenas tuvo un atisbo de saciedad. Por culpa de esa araña que la mordió apenas aterrizó en la tela. Pero su sentimiento de ruindad no se calmaba con ese pensamiento. AL fin y al cabo la araña era una araña y era naturalmente una depredadora, pero ella misma, la mosca, estaba haciendo algo monstruoso.

Caminaba ahora por el tejido de manera apresurada, con la idea de que cualquier animal atrapado la sintiera llegar y tratara de escapar, pero con el secreto propósito de que la araña que no terminaba de aparecer nunca, la librara de su culpa. Durante esta larga noche que no acabada, trataba de adormecerse en un capullo tejido con los recuerdos horrorosos de lo que había hecho.

Aquella primera víctima no sería la última. Esta vida vampírica se sobreponía a su vida habitual de recorridos por las hebras y su alimentación caníbal no saciaba ningún hambre natural. Ajena al tejido, siempre extraña, siempre extranjera, merodeaba tratando de encontrar un punto de orientación, algo que le dijera por dónde había llegado para poder salir. Saltaba lastimosamente intentando volar o abría los agujeros vertiginosos y fríos, sin atreverse a pasar por ellos.

Así la araña se fue convirtiendo en una coartada, en una explicación final para cada cosa, en la razón del tejido y en el temor deseoso de su propio final que tendría que ser por devoración. Pero lo único cierto y esto le punzaba su corazón de mosca como un hierro caliente, es que de la única cosa que se podía decir que devoraba en esa tela de araña era de ella misma.

Cuando comía las hebras por un lado, por el reverso crecía, de modo que el tejido no se gastaba y parecía un enorme vegetal que no le pedía nada sino que le daba sustento, soporte, y para colmo le proveía estos animales con los cuales alimentaba esa otra hambre que la atormentaba permanentemente.

La tela de araña se tejía a sí misma lo que hacía que la araña fuera cada vez más irreal, menos necesaria, más inútil. Para la mosca su vida fue dejando de parecer una vida perdonada, sometida a un destino misterioso, a un capricho de su depredadora natural. Su vida sencillamente transcurría entre los recorridos por las hebras de un tejido en el que cada vez se sentía menos como sobrando y más con cierta familiaridad.

Posiblemente no podía volar porque no existía ningún arriba, o porque no tenía esa capacidad… a todas estas quién le había dicho que era una mosca en primer lugar. Así como podía dudar de la existencia de la araña, podía dudar de su propio carácter de mosca.

Una mota. Un pequeño enredo en el tejido. Una hebra que se retorció de manera excesiva sobre sí misma. Una pelusa que estaba hecha del mismo material que el organismo que le servía de sustento. Sus temblores, sus sueños y su hambre eran los mismos. Su angustia se disipaba con las palabras , "araña", "tela" y "mosca". Sin principio, sin final, sin aquí ni ahora, sin allá ni mañana, extendió su existencia hasta los confines imposibles de ese tejido sin controlar era ella misma por completo. Para qué seguir rasgándose, para qué seguir queriendo volar, para qué tener compasión de los insectos que caían en ella.

Tanto la trama que era en sí la nueva medida de todas las cosas, como su inexplicable temblor, siguieron aconteciendo por toda esta eternidad que no sería vencida por ninguna muerte. Este es el cielo infernal de su autotrofía, complacerse retorciéndose sobre sí misma, enredándose y desenredándose, atrapando y dejando ir.

Y nunca más se sintió sola, perdida ni asustada.

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Esos cantos...

A quién le importa algo más que esos cantos. Que entonados no funcionan. Que cortan mejor que sus filos. Que avalanchan cuando los piso. ...